La estupenda escritora vasca
Edurne Portela hace aquí una bonita reflexión sobre la memoria a propósito del rito familiar de "embotar" el bonito...
Hay algo difícil de explicar, un algo intangible, en cada gesto implicado en el proceso, en la determinación de pasar horas y horas preparando estos botes de bonito que observas en la fotografía. Más allá de lo delicioso que resulte siempre (no recurriré al tópico de la falsa modestia) o de lo conveniente que es tener la despensa bien surtida, el ritual de su preparación tiene para mí un significado más profundo.
Edurne Portela | La letra invisible
Cada parte del proceso es significativa, de principio a fin, y la necesidad de repetir cada gesto es tan importante como el resultado final. Todos los años por estas fechas fotografío esto que he venido a llamar «bodegón de julio».
Si en las imágenes apareciéramos mi madre y yo me daría cuenta del paso del tiempo, pero al fotografiar solo el escenario y sus objetos, lo que queda es lo inmutable: el ritual, y con él, la sensación (falsa, lo sé, pero que siento como verdadera) de que embotar bonito cada verano es una forma de trastocar, ¿subvertir? el tiempo: convierte la memoria en presente, precisamente gracias al escenario y los objetos inmutables: la cocina de mi madre, la encimera de granito, los tarros de cristal, el aceite de oliva (siempre la misma marca), los trapos blancos para cubrir el bonito una vez cocido, las grandes cazuelas de acero que tienen más años que yo.
También se repite el encargo a la pescadería del puerto. Empezamos con tres bonitos de unos 5 kilos cada uno, las rodajas cortadas del tamaño del bote. Al pescadero no hace falta decirle de qué bote. Lo entiende perfectamente.
El punto de sal, los minutos de cocción, los minutos al baño maría, las horas enfriando en el agua, los días reposando boca abajo, la etiqueta con el año, el orden en la fresquera de la terraza. Me gusta, cada vez, preguntar a mi madre lo que ya sé: ama, ¿cuántos minutos? ¿crees que está bien de sal? Lo saco ya, ¿verdad?
Prensarlo bien pero no demasiado, que absorba el aceite.
Que no queden burbujas.
Que no se seque.
Que repose.
Nada de meneos innecesarios.
Tacto, mimo, cuidado.
Paciencia.
El asombro, cada año, de mi padre: hija, qué embolada, cuánto trabajo. ¿Voy a por más tapas? ¿Necesitáis más aceite? ¿Tanto vais a hacer? Es verdad, luego está muy rico.
Cuando durante el año abro cada tarro pienso en esos momentos compartidos, extraigo un pedacito y lo pruebo y se me alegra el cuerpo al comprobar, sí, aita, lo rico que está. La reacción de J. cuando lo probó por primera vez: qué maravilla, nada que ver. Cuando alguien me gusta mucho, le regalo un bote de bonito o le invito a nuestra casa a comerlo. Y me ilusiona hacerlo porque para mí es un gesto de cariño, es compartir parte de mi intimidad, un pedacito de mi memoria, de dónde vengo, qué me han enseñado las mujeres de mi familia.