La ideología del progreso (con o sin comillas) pudo, en la época de la Ilustración, desempeñar un papel crítico y subversivo frente al oscurantismo clerical y el absolutismo monárquico. Es el caso, por ejemplo, del Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano (1793), de Condorcet, o de los escritos socialistas utópicos de su discípulo Saint-Simon..
Pero a partir la década de 1820, con "Ordre et Progrès" de Auguste Comte, esta ideología se convirtió en una apología del orden industrial y científico burgués. Un ejemplo particularmente sorprendente de conformismo progresista es la doctrina ecléctica de Víctor Cousin, quien en su Introducción a la Historia de la Filosofía (1828) desarrolló una impresionante filosofía de vencedores, que asociaba con admirable elegancia el éxito de los vencedores y el progreso de la civilización:Yo absuelvo la victoria como necesaria y útil; yo comienzo ahora a absolverla como justa, en el sentido más estricto de la palabra; me comprometo a demostrar la moralidad del éxito. Por lo general vemos en el éxito que el triunfo de la fuerza es una suerte de simpatía sentimental que nos lleva hacia el vencido; espero haber demostrado que como siempre hay un vencido, y que el vencedor es siempre el que debe ser, es necesario probar que el vencedor no solo sirve a la civilización, sino que es mejor, más moral, y que por eso es el vencedor. Si no fuera así, habría una contradicción entre moral y civilización, lo que es imposible, siendo que la una y la otra son dos lados, dos elementos distintos pero armoniosos de la misma idea.
Yo absuelvo la victoria como necesaria y útil; yo comienzo ahora a absolverla como justa, en el sentido más estricto de la palabra; me comprometo a demostrar la moralidad del éxito. Por lo general vemos en el éxito que el triunfo de la fuerza es una suerte de simpatía sentimental que nos lleva hacia el vencido; espero haber demostrado que como siempre hay un vencido, y que el vencedor es siempre el que debe ser, es necesario probar que el vencedor no solo sirve a la civilización, sino que es mejor, más moral, y que por eso es el vencedor. Si no fuera así, habría una contradicción entre moral y civilización, lo que es imposible, siendo que la una y la otra son dos lados, dos elementos distintos pero armoniosos de la misma idea.
El primer párrafo de la novela de Charles Dickens, Historia de dos ciudades, comienza así: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos”, y prosigue, “la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Lo teníamos todo ante nosotros y no había nada;
El primer párrafo de la novela de Charles Dickens, Historia de dos ciudades, comienza así: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos”, y prosigue, “la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Lo teníamos todo ante nosotros y no había nada; íbamos todos directos al cielo, marchábamos en sentido contrario”. El comienzo del siglo XXI parece asemejarse al final del siglo XVIII en al menos este aspecto: las garantías de progreso se alternan con amenazas de catástrofes; las promesas de infinita mejora se responden con advertencias de declive terminal; cada Steven Pinker produce un equivalente y opuesto Wendell Berry.La cuestión no es solo cómo de precisas son estas predicciones antagónicas, puesto que solo los participantes más longevos en estos debates llegarán a ver si sus pronósticos se cumplen o no. En todo caso, el futuro no es un experimento científico, en el que se cambia una variable y después otra, mientras las condiciones iniciales permanecen constantes. Nosotros tenemos que tomar vitales decisiones políticas a largo plazo sin la esperanza de saber, incluso muchas décadas después, si una decisión diferente habría dado mejores resultados. (Sí, lo sé: “nosotros” es una ficción placentera, puesto que son las élites quienes tomarán esas decisiones, pero finjamos que vivimos en una democracia).