No recuerdo la fecha con exactitud, pero sé que aún no había cumplido veinte años. Reconozco que me salté bastantes páginas, exhaustivas descripciones geográficas que no me interesaban y una erudición marítima excesiva para una chica de secano, pero muchas otras me impresionaron tanto que yo también podría decir que me llamo Ismael. Voy a empezar hablando de Moby Dick, porque esta obra de Melville, o más exactamente, mi lectura de esa obra, es un excelente punto de partida para analizar el machismo imperante en el canon literario español, uno de los techos de cristal –de cristal antibalas, me atrevería a añadir– por antonomasia.
Escribir es mirar el mundo y comunicar con palabras el producto de esa mirada. Cada escritor tamiza su mirada sobre la realidad sometiéndola a multitud de filtros, tantos como los atributos que lo integran como individuo. El resultado refleja necesariamente su ideología, sus anhelos, sus complejos, sus rencores, sus gustos… También, por supuesto, su identidad de género, porque algunos aspectos de la realidad no son iguales cuando los contempla un hombre y cuando los contempla una mujer. Eso es cierto, pero también lo es que la literatura, en tanto que producto de una mirada sobre el mundo, tiene mucho más que identidad de género. También tiene clase social, profesión, raza, color, belleza o fealdad, peso, estatura, una infancia feliz o desgraciada, la soledad de los hijos únicos o el caos de las familias numerosas. El mundo de un hombre rico y el de una mujer rica se parecen mucho más que el mundo de un hombre rico y el de un hombre pobre. Un hijo único de una familia de clase alta alemana tiene mucho más en común con una hija única de una familia de clase alta española, que con el quinto, o la quinta, de los diez hijos de una familia pobre de Costa de Marfil. Hasta aquí, todo parece obvio. Y sin embargo, nada lo es.