El camino es de tierra y está lleno de baches. Cruzo la barrera sin detenerme; como si lo hiciera cada día y llego a un enorme descampado. Huele a rayos.
La ciudad de Tánger produce basura. Todas las ciudades lo hacen. Trabajamos para consumir. Cuanta más basura generamos, mejor vivimos. En Barcelona un ciudadano produce de media 1,43 kilos de desperdicios al día. ¿Y en Tánger? Me es imposible responder a esta pregunta. La información es opaca o simplemente inexistente.El basurero de Mghogha, a las afueras de la ciudad, se creó a principios de los setenta y abarca casi 30 hectáreas. Antiguamente, los deshechos que acababan aquí provenían de los hogares y eran, sobretodo, orgánicos. Cascaras de huevo, pelas de patata, restos de cous cous, huesos de pollo… Pero estos últimos años Tánger ha crecido, la población se ha multiplicado y el desarrollo económico ha traído a sus amigos: restos inorgánicos y peligrosos. Además del plástico (Marruecos está lleno de bolsas de plástico por todas partes), el cristal, las pilas, los fluorescentes y los envases de plaguicidas que se utilizan en la agricultura, el vertedero rebosa de restos industriales y sanitarios –recortes de tela, gasas con pus, jeringuillas, mantas ensangrentadas–. En Tánger no se recicla y en Mghogha todo se mezcla. El resultado es un cóctel mortífero que está matando la tierra y envenenando las aguas que corren por debajo. Del aire ya hablaremos más adelante.— Vengo de noche. Recojo botellas. Trabajo con una linterna pegada a la gorra y si me canso voy a la cabaña y allí duermo un poco. Aquí hay muchas cosas. A veces he encontrado zapatos viejos y luego los he vendido para ganar dinero. Una vez también me encontré un teléfono.Dice Amine. Once años recién cumplidos. Uñas negras. Mirada curtida. Y por un momento olvido que estoy hablando con un niño.