Ajenas a los debates feministas sobre abolicionismo o regulación, miles de mujeres se ven obligadas a seguir prostituyéndose en clandestinidad para sobrevivir a la crisis de la Covid-19
“He tenido dos clientes aunque lo normal serían 20. Son casados y no tienen excusa para salir”
“Los kamikazes me dan de comer. No me siento orgullosa, pero ahora estamos pasando hambre; tengo que hacer masajes y lo que haga falta, lo que no he hecho nunca”. Lo cuenta una mujer con estudios, masajista titulada, dada de alta como autónoma en la Seguridad Social y con dos hijos menores que no conviven con ella, a la que llamaremos Sonia. “Sé que corro un riesgo, pero tengo que comer, tengo hijos, se trata de la supervivencia. Yo, en la primera semana [del estado de alarma], me retiré, no trabajé nada de nada. Pero ahora escuchas a Pedro Sánchez decir: una semana más, otra semana más... Yo sé que me arriesgo, y no quiero contagiar a nadie. Pero esto es supervivencia”, añade Sonia en conversación telefónica desde el piso en el que se ha quedado confinada.
Sonia es una más entre miles de mujeres que, a pesar del confinamiento decretado por el estado de alarma, se ven obligadas a seguir trabajando en la prostitución para poder comer. El distanciamiento social, en su caso, es solo un eufemismo. Se trata sobre todo de marginación social; de exclusión y explotación. Desde aquel ya lejano 14 de marzo, los voluntarios y las responsables de organizaciones de apoyo a las víctimas de trata sexual no hacen el seguimiento habitual de las mujeres para proporcionar material preventivo o información socio sanitaria. Ahora dedican el día y la noche a solucionar cuestiones tan urgentes y básicas como la alimentación, gastos mínimos de teléfono agua, luz y los de alquiler; el alquiler que deben pagar a sus caseros, que la mayoría de las veces son los mismos que las explotan. [/quote]