Durante la Segunda Guerra Mundial formaron parte del ejército inglés 225.000 mujeres, del ejército de los Estados Unidos entre 400 y 500.000, hubo también 500.000 en el ejército alemán, y en el soviético un millón. De esta realidad y del silencio en torno a ella surgió La guerra no tiene rostro de mujer, de Svetlana Alexiévich, quien aclara que ocupaban una amplia gama de cometidos militares: "instructora sanitaria, francotiradora, tiradora de ametralladora, comandante de cañón antiaéreo, zapadora, piloto de avión…"
Como se lee en Últimos testigos (memoria de quienes eran niños durante la Gran Guerra Patria): «El primer día ya teníamos la guerra encima. No hubo tiempo para recapacitar. Los mayores apenas hablaban: caminaban en silencio. Eso daba miedo. La gente caminaba, mucha gente, y nadie hablaba». El enmudecimiento, ahí, como atmósfera de la evacuación. O la potente carga de sentido que el silencio va adquiriendo en La guerra no tiene rostro de mujer: «Los heridos estaban tirados en el suelo, en las camillas. Lo único que preguntamos al llegar era a qué heridos debíamos atender primero, se nos dijo: ‘A los que estén callados’». En los hospitales de campaña, las salas de los heridos más graves se reconocían, en efecto, por la densidad de su silencio. Y hasta una gata, hasta las gallinas –se anota– aprendieron a callar. Un silencio lleno de sentidos nutre esta escritura, que es ciertamente una escritura que no habla, que escucha.Pero, antes de entrar en el propio carácter de la escritura, conviene volver a la otra clase de silencio que está en la raíz de ese primer libro. La inmensa mayoría de las mujeres que combatieron en la guerra guardaron sus medallas al regresar a casa, dejaron sus grados militares, intentaron recomponer una vida ordinaria, en parte por deseo suyo, pero mucho más por la presión social, que las miraba mal, dudaba de su moralidad, las difamaba y las excluía: la dominación de género recompuesta obligó al silencio, privó de voz, privó de la condición de sujetos a quienes la habían forjado en su práctica. Alexiévich encuentra una y otra vez reticencia o la negativa a hablar, choca con la tutela del marido que impone el enfoque de la conversación, que documenta y da lecciones antes de la entrevista; encuentra la rigidez del discurso oficial, los largos tentáculos de su retórica.