Allá por la década de 1880 el matemático y teólogo Edwin Abbott se propuso ayudarnos a entender mejor nuestro mundo describiendo uno muy diferente, al que llamó Flatland (Planilandia). Imaginemos un mundo que no es una esfera que se mueve por el espacio como nuestro planeta, sino algo más parecido a una enorme hoja de papel habitada por formas geométricas planas y conscientes.
Estas personas-formas pueden moverse hacia delante o hacia atrás y pueden girar a la derecha y a la izquierda, pero carecen del sentido de arriba o abajo. La mera idea de un árbol, un pozo o una montaña no tiene sentido para ellos porque carecen de los conceptos y la experiencia de altura o profundidad. Son incapaces de imaginar, y mucho menos de describir, objetos conocidos por nosotros.En este mundo bidimensional lo más que pueden aproximarse los científicos a comprender una tercera dimensión son los desconcertantes espacios que registran sus máquinas más sofisticadas, que captan las sombras proyectadas por un universo mayor exterior a Flatland. Los mejores cerebros deducen que el universo debe ser algo más que lo que pueden observar pero no tienen forma de saber qué es lo que desconocen.Esta sensación de lo incognoscible, de lo indescriptible, ha acompañado a los seres humanos desde que nuestros primeros ancestros fueron conscientes. Ellos habitaban un mundo de sucesos inmediatos y de cataclismos (tormentas, sequías, volcanes y terremotos) causados por fuerzas que no podían explicar. Pero también vivían maravillados por los grandes misterios permanentes de la naturaleza: el paso del día a la noche y el ciclo de las estaciones; los puntos de luz en el firmamento nocturno y su movimiento continuo; la subida y bajada de los mares; y la inevitabilidad de la vida y de la muerte.Por eso no es raro que nuestros ancestros tendieran a atribuir una causa común a estos acontecimientos misteriosos, tanto a los catastróficos como a los cíclicos, a los caóticos como a los ordenados. Los atribuyeron a otro mundo o dimensión, al ámbito de lo espiritual, de lo divino.
Su presencia (del manto) sobre la amplia mesa del altar es impresionante, al fusionar los antiguos rituales de las creencias cristianas con el apremio contemporáneo del expresionismo abstracto. El manto, que cuelga de una columna a bastante distancia del altar de la iglesia, proviene de los recuerdos de la confortabilidad de la infancia, como explica Petric. De color blanco grisáceo, con su cortinaje casi informe en su despreocupado descenso hacia el suelo, el objeto destaca por los más tempranos recuerdos de cualquier niño que haya atesorado un manto como objeto de seguridad.
Por Jonathan Goodman Eva Petric, artista nacida en Eslovenia y que ahora ronda los treinta y cinco años, pasa mucho tiempo en Estados Unidos cuando no está en Europa central y del este. Su obra pertenece a un idioma internacional que no se puede ubicar con facilidad, ni geográfica ni culturalmente. El arte que ella produce consiste en esculturas, pinturas, fotografías, collages e incluso la performance. Es decir, que Petric se dedica a una amplia variedad de géneros. A menudo, pero no siempre, se sitúa a sí misma en la imaginería que construye; la artista se propone transmitir un lirismo erótico y espiritual al mismo tiempo. Está bastante activa en Nueva York, como atestiguan las actuales exposiciones en la catedral de San Juan el Divino y en la galería Mourlot. Su arte, que se puede ver en la muestra colectiva The Value of Sanctuary: Building a House without Walls (El valor de un santuario: Construir una casa sin paredes), en San Juan el Divino, es monumental. La obra Collective Heart (Corazón colectivo, 2016), de gran altura y compuesta de encajes y adornos, cuelga sobre el altar, y Safety Blanket (Manto de seguridad, 2019), también compuesta de encajes, cuelga de una alta columna. En la galería vemos una serie de fotografías impresas en el material sintético que se utiliza para hacer esquís, una alfombra de fabricación industrial basada en una imagen fotográfica y reliquias que abogan por una leve inclinación europea. Aunque se pueden ver la cara y el cuerpo de la propia Petric en toda la muestra, no se imponen del todo, sino que la espiritualidad establece su dominio en las dos excelentes exposiciones, a la vez que transmiten la efímera experiencia de una emoción sustentada en un anhelo etéreo.