No era cuestión de falta de vocación, como señaló Amalia Avia en sus memorias, los prejuicios seguían todavía latentes, se sentían reconocidas por sus maridos, pero con el matrimonio tuvieron que aprender a compaginar sus quehaceres caseros: la escoba con los pinceles, las meriendas con el aguarrás. “Son nuevos los problemas que toda mujer recibe al casarse; un regalo para toda la vida y que es imposible no aceptar; ni la rica ni la pobre se libran de él”
Nunca olvidaría aquella fecha: el verano en que murió Marilyn y Kennedy ordenó la invasión de Cuba, Amalia Avia se encontraba en Guipúzcoa acompañando a su marido que cumplía con el encargo de realizar el mural del santuario de Aránzazu. Por las tardes, encerrada en su habitación, rodeada de maletas y de cunas, sin apenas comodidades, con las montañas verdes por paisaje, trataba de pintar, muchas veces más pendiente de los pañales y del llanto de los hijos que de la propia pintura.Ella misma confesó que hubiera sido más fácil dejarse llevar por la novedad de unos meses lejos de casa, asumir el papel de esposa al servicio de la carrera de su marido y disfrutar de unas vacaciones pagadas, pero no, tenía que justificarse a sí misma como pintora. Nada raro en aquellos años, en los que ser mujer y gozar de un reconocimiento más allá de los confines domésticos era casi tan complicado como la tarea misma de pintar. La mentalidad provinciana invitaba a las mujeres a permanecer en un segundo plano; la casa y la familia significaban la protección que el mundo exterior les negaba, pero también la ausencia de ese espacio propio del que habló Virginia Woolf y que tan importante es a la hora de forjar tu propia personalidad.Eran los años 60, y un movimiento pictórico empezaba a forjarse en Madrid. Durante casi una década habían trabajado en silencio, sin dejarse influir por tendencias ni modas. Optan por una pintura en la que lo que de verdad importa es reproducir la realidad cotidiana sin aspavientos, el comedor de su casa, la repisa del cuarto de baño, las flores del jardín. Pintan lo que no se puede decir, lo privado, ese interior al que nos asomamos como si estuviéramos en una ventana. El paso del tiempo. Umbrales, puertas, un mundo inaccesible en el que siempre hay tapias, visillos, obstáculos para que nuestra mirada se sienta incomoda. En ocasiones, ni siquiera disponen los objetos de un modo especial, son las mismas cosas de siempre, pero tal vez un cambio en la luz ofrece de repente una visión particular, una emoción imposible de pasar por alto. Otras veces, son paisajes que conocen bien: calles de Madrid, edificios desvencijados que descubren en sus paseos por la ciudad. Su curiosidad les hace interesarse por las vidas que se esconden tras ellas, esa realidad anónima que les hubiera gustado conocer de primera mano, y que tienen que conformarse con imaginar, para después reproducir con su propia voz, con ese sello característico que las define.