Anastasia Rampova nos ha dejado, y aunque muchos no lo sepan, se va con ella una parte lúcida, irreverente, esperanzadora, de nuestra historia cultural.
Otra palabra que la coyuntura actual está desgastando hasta hacerle perder su efectividad es queer. Situemos a Rampova en el contexto de los debates actuales sobre la ley trans y percibiremos la pobreza conceptual que ha cortado las alas de esos debates. La simplificación de una noción revolucionaria como comprensión de la naturaleza humana para servir intereses concretos es una estrategia que, con su proliferación, nos está haciendo perder el sentido real de la propuesta. Incluso antes de que el movimiento queer o la teoría queer entrasen en cualquier lengua o en cualquier agenda, Rampova representó lo mejor que la idea tenía que ofrecer. Y es algo que tenemos que recordar una y otra vez: la posición de Rampova era libertaria, no doctrinaria. Veía todo aquello que pudiera hacernos más libres dejando atrás lo que nos atenazaba. Y no se refería a las cervezas. Frente al simplismo en que se apoyan muchas posiciones encontradas, en Rampova encontramos una verdadera posición trans radical, revolucionaria, que realmente supera las minucias con que nos ciegan los esencialismos. Reivindicar la figura de Rampova es reivindicar lo que significa, su potencial para abrir puertas, para crear desde la experiencia y para el mundo.