Tengo una amiga a la que acusé de pornógrafa por compartirme, de manera persistente, dulces imposibles y suculentos en Facebook. Tal imputación le causó risa y fue olvidada de inmediato. Sin embargo, para mí constituía una especie de descubrimiento: encontrar lo porno como vestigio, quizás universal, en la forma misma del chocolate de repostería, en la manera en que se desliza cuando es crema, en sus reflejos al solidificarse, en su excesiva representación.
Pero proponer la saturación con chocolate como un algo pornográfico implica reconocer que lo porno está en muchos otros lugares.
Utopía de la miseria, pornografía y posmodernidad
John O´Reilly, «The kiss», 2010
Por eso, mi supuesto descubrimiento es solo una transposición lógica: ya otros han identificado fenómenos como la pornografía de guerra — Jean Baudrillard, en referencia al escándalo de Abu Ghraib — , la porno-miseria — en alusión a esa fotografía turística sobre la pobreza — , la porno-tortura… Lo que se da por sentado en estas propuestas es lo porno como un universal, cuyo matiz distintivo es probable que se encuentre en el reino de lo obsceno-repetitivo.
Lo curioso es la expansión contemporánea de estos apelativos, como si lo porno fuera consustancial a la atmósfera posmoderna del capitalismo tardío. Quizás se ha constituido una porno-mirada, una porno-producción, un porno-consumo, artefactos culturales de los que no podemos escapar. En todo caso parecen extensiones o contaminaciones provenientes de un centro perverso que se encuentra en el porno a secas. Pero, ¿qué es la pornografía «pura»?, y, quizás más importante, ¿cuál es la diferencia mínima que permite realizar el ejercicio metonímico de transpolar el carácter pornográfico de un video sexual al chocolate? Un intento de respuesta supone el estudio de la forma. Mas el ser supone el devenir, una historicidad específica que, como tema, contiene una problemática especial para el porno, que más adelante será abordada.