“Habet duos et bene pendentes”, proclamaba el cardenal más joven tras introducir la mano por la hendidura practicada en medio del asiento y confirmar que su santidad poseía los dos testículos que manda la ley. La silla de Pedro fue ocupada durante dos años, cinco meses y cuatro días por una mujer. Sucedió a mitad del siglo IX, entre los años 855 y 858. Nunca más ha vuelto a pasar
La costumbre, extinguida hace siglos, nació entonces. Antes a nadie se le hubiera pasado por la cabeza que una mujer alcanzara un puesto como ese y menos desde que, a fines del siglo VIII, época en que los reyes francos extendieron su influencia a la península itálica, ser obispo de Roma significó gobernar los territorios del Estado Pontificio y ejercer de árbitro en las disputas entre los reinos cristianos. La donación de Constantino, fraude documental con que se justificó la preponderancia política del papa, desencadenó una pelea sin cuartel entre las principales familias romanas, ansiosas por convertir la Iglesia en su propio feudo. No en vano las llaves del apóstol abrían las puertas del cielo y también las de algunas ricas ciudades convertidas ahora en presas suculentas. Cuando León III, sirviéndose de aquella falaz prerrogativa, coronó en la navidad del año 800 a Carlomagno emperador de occidente, Roma volvió a brillar como capital del mundo. ¿Quién iba a imaginar en este contexto que una plebeya disfrazada de monje podría arreglárselas para ocultar su melena bajo las tres coronas de la tiara papal?Pero así fue. Leyendas, cronicones y un busto en la hilera de pontífices de la catedral de Siena con la inscripción “femina ex anglia” (extraído de allí por Clemente VII y desde entonces en paradero desconocido) confirman que reinó sobre la Iglesia con el nombre de Juan VIII, aunque algunos han barajado asimismo la posibilidad de que la papisa fuera su sucesor, Benedicto III. Cierto y seguro sólo es que su nombre de pila no era Juan ni Benedicto, sino Agnes, y que nació en 818 en Ingelheim, una pequeña ciudad de Maguncia. Sus padres, un monje inglés discípulo de Escoto Erígena y una promiscua mujer que sentó cabeza en su compañía, partieron de Inglaterra en dirección a las tierras de Carlomagno poco después de que este, tras derrotar a los sajones, decidiera bautizarlos arrancándoselos de las manos a Thor, Wotan, Erminsul y otros sucedáneos del verdadero Dios.