Los tres libros de Amores de Ovidio representan un catálogo exhaustivo de lujuria y disolución, de ahí que diversos traductores lo hayan expurgado. Una nueva edición trae su esplendor lúbrico al presente.
Hubo un tiempo en que leer a Ovidio era asunto escabroso, oscuro placer de gramáticos y humanistas. No podía ser de otra manera, toda vez que para el propio autor significó la ruina atreverse a los temas licenciosos. En el año 8 de nuestra era, el emperador Augusto exilió de Roma al “preceptor del amor”, quien fue condenado a vagar en la actual Rumania, entre gente que, al no hablar latín (véase la crueldad), no podía entenderlo. Aquel catálogo exhaustivo de la lujuria y la disolución que conforman los exquisitos libros de Ovidio El arte de amar, Amores y Remedios de amor, además de cierto socarrón escepticismo político, no podía lisonjear a un régimen moralista que impuso la paz –la inmovilidad– a punta de espada, decretos y censos (he aquí la famosa biopolítica). No es de extrañar: también fray Luis de León, buen lector de Ovidio, conoció en tiempos de la Inquisición la deshonra y la cárcel por haber traducido el Cantar de los cantares, entonces lectura escondida en la Vulgata de san Jerónimo. Todavía en la señorial Bogotá, en tiempos de la “Regeneración” (1886-1898), José Asunción Silva, algo más rudo que Ovidio y Salomón, propiciaba su ostracismo entre la buena sociedad por cantar cosas como que:en un solo espasmo sexual,Juan Lanas, el mozo de esquina,es absolutamente igualal Emperador de la China:los dos son el mismo animal.