Del Negro se podía decir cualquier cosa. Salvo, tratarlo de miserable, un miserable con dinero, como nosotros. Porque el Negro no se acostaba con cualquiera. El Negro elegía. Era capaz de mentir, de jurar que estaba de novio sólo para sacarse una mujer de encima. ¿En cuántas oportunidades se había declarado gay con tal de no acostarse con alguna mujer que insistía en llevárselo a la cama?
Círculos
Llegaban a insultarlo. No era descabellado sentarse en una plaza y que desde un banco alguna chica le hiciera la seña del auricular en el oído, a ver si el Negro tenía teléfono; ir por la calle y que le toquen un hombro, discúlpame, ¿te dejo una invitación? Y al desplegar el papel, descubrir apuntado un número de móvil.
Cierta noche salimos del teatro. Su madre, él y yo. Entramos a un restorán, comimos un poco apurados. El mozo trajo la cuenta y le preguntó al Negro si tenía novia.
– ¿Es por usted? –
– No, señor, y le pido disculpas. Espero no se lo tome como algo personal, no es mi estilo coquetear con los clientes. Es por ella. La moza que está allá, parada en la puerta del baño. –
La chica agitó la mano nerviosa en señal de «acá estoy» y el mozo le extendió un papel con el teléfono. El Negro miró a su madre.
– Para mí es una locura, hijo, pero ¿qué puedo enseñarte yo a esta altura, con la edad que ya tienes, haz lo que sientas. –
La sonrisa del Negro era fatal. La dentadura perfecta y ese lunar de puta adornándole la mejilla. Tenía fama de ser una perra en la cama, gemía como una mujer, y por el testimonio de algunas amigas después de acabar no se le caía. Si uno de nosotros se acostaba con alguna, la relación después se quebraba. El Negro no, el Negro la fortalecía.
– ¿Sabes por qué el Negro sabe mucho de hombres? –, me disparó Eli una madrugada. Habíamos sacado el colchón a la terraza para contar estrellas después de cenar.
– No.