Se puede comulgar, o no, con las ideas políticas de Mario Vargas Llosa, pero sí coincidiremos como lectores en sus deslumbrantes dotes narrativas. Al cuento:
El hombre de negro
I
Cuando el director de teatro Pedrito Adrianzén concertó una cita con Antenor Montalvo en el Gijón “para tomarnos un cafecito y contarte un proyecto”, este último, actor fallido y en proceso de desintegración psicológica y moral, vivía en la insolvencia en una pensión de mala muerte de Lavapiés que no pagaba hacía tres meses y estaba dándole vueltas en su cabeza a la idea de suicidarse. La carita de Adrianzén lo sorprendió. ¿Era posible que ese director famosísimo lo llamara para ofrecerle un papel? ¿A él? Antenor, con sus cincuenta y pico de años, se sabía hacía tiempo un fracasado. Como actor, pues ya casi nadie lo contrataba, salvo para hacer de mayordomo o chofer en comedias de dudoso gusto o papelitos aún más insignificantes en telenovelas y películas del montón; y también en amores, pues la última mujer con la que convivió lo había abandonado hacía ya un par de años “por impotente y por inútil” (se lo dijo así en su brutal carta de despedida). Ya no tenía parientes vivos y la pobreza le había ido haciendo perder amigos –le avergonzaba que pagaran siempre ellos la caña o la copa de vino en la tasca, así que dejó de asistir a su vieja tertulia– y aislado en una soledad neurótica y enfurruñada, salvo cuando conseguía algún trabajito, pasaba sus mañanas y sus tardes leyendo en la Biblioteca Nacional del Paseo de Recoletos.[/center]
Cuando el director de teatro Pedrito Adrianzén concertó una cita con Antenor Montalvo en el Gijón “para tomarnos un cafecito y contarte un proyecto”, este último, actor fallido y en proceso de desintegración psicológica y moral, vivía en la insolvencia en una pensión de mala muerte de Lavapiés que no pagaba hacía tres meses y estaba dándole vueltas en su cabeza a la idea de suicidarse. La carita de Adrianzén lo sorprendió. ¿Era posible que ese director famosísimo lo llamara para ofrecerle un papel? ¿A él? Antenor, con sus cincuenta y pico de años, se sabía hacía tiempo un fracasado. Como actor, pues ya casi nadie lo contrataba, salvo para hacer de mayordomo o chofer en comedias de dudoso gusto o papelitos aún más insignificantes en telenovelas y películas del montón; y también en amores, pues la última mujer con la que convivió lo había abandonado hacía ya un par de años “por impotente y por inútil” (se lo dijo así en su brutal carta de despedida). Ya no tenía parientes vivos y la pobreza le había ido haciendo perder amigos –le avergonzaba que pagaran siempre ellos la caña o la copa de vino en la tasca, así que dejó de asistir a su vieja tertulia– y aislado en una soledad neurótica y enfurruñada, salvo cuando conseguía algún trabajito, pasaba sus mañanas y sus tardes leyendo en la Biblioteca Nacional del Paseo de Recoletos...