Las democracias necesitan espacios de representación dramática donde el ciudadano pueda poner en órbita su propio punto de vista sobre cualquier asunto privado o público
Cuando en 1950 Lionel Trilling publicó La imaginación liberal, Occidente se preparaba para una larga guerra fría y Estados Unidos estaba a punto de dar comienzo a la caza de brujas del macartismo. Trilling era un conocido liberal y un declarado anticomunista, pero en su libro, que fue un éxito de ventas y consolidó su reputación como crítico, lejos de llevar a cabo una apología de su credo ideológico, se preocupó sobre todo por denunciar la indigencia literaria que el liberalismo estadounidense había generado, aprovechando la ocasión para estudiar a fondo el estado de la imaginación pública, con ejemplos que iban desde Wordsworth, Kipling y Henry James hasta el influjo de Freud, el Kinsey Report –un informe muy popular entonces sobre el comportamiento sexual de los ciudadanos– o el estatuto de la novela en su tiempo. De alguna manera, Trilling estaba aún poseído por la ansiedad que había dominado a la crítica de su país desde la década de 1920, cuando Edmund Wilson había empezado a organizar una tradición vernácula para los escritores norteamericanos, siempre a la caza de The Great American Novel, la gran ballena blanca de su imaginario común.En aquel momento, Trilling juzgó muy severamente los resultados literarios alcanzados en Estados Unidos durante la primera mitad del siglo, sobre todo con respecto a la novela, un género que, comparado con lo que había ocurrido en Europa, consideraba aún muy poco desarrollado. Para él, escritores como John Dos Passos, Thomas Wolfe e incluso Eugene O’Neill en el teatro estaban demasiado complacidos con sus propias ideas. De Wolfe llegó a decir que veía la literatura como solución y no como problema. Las únicas excepciones habían sido Henry James, cuya imaginación por otra parte se había desplazado a Europa; Scott Fitzgerald, que aún se estaba recuperando de la dureza con que Wilson le había tratado en vida; Hemingway y Faulkner. Mark Twain y Melville aparecían al fondo, por supuesto, como extraños y marginaleles fundadores. Todos ellos compartían a su juicio una elocuente posición periférica. La ideología hegemónica en Estados Unidos, el liberalismo, carecía de un espacio dramático capaz de poner a prueba sus propios valores.
Articular históricamente el pasado no significa conocerlo “tal como verdaderamente fue”. Significa apoderarse de un recuerdo tal como éste relumbra en un instante de peligro.
Un acontecimiento clave dentro de la mutación de la ideología liberal europea fue el famoso terremoto ocurrido en Lisboa el primer día de noviembre de 1755. Este episodio puso a los desastres naturales en el centro del cosmos intelectual de fines del siglo XVIII. A partir de entonces, la fragilidad de la vida humana en la Tierra se ha ido posicionando entre los tópicos privilegiados del pensamiento. Sin embargo, existió un evento previo al terremoto, que ya había dejado a la vista ciertas fisuras que hacían de la ley natural un artilugio del caos y no del orden. El Great Fire of London fue un incidente de enorme magnitud para la sociedad inglesa temprano-moderna. Este incendio de 1666 despertó la atención de políticos e intelectuales, a tal punto que Adam Smith haría referencia a este desastre casi un siglo más tarde, al manifestar su punto de vista acerca de la relación entre humanidad y naturaleza. A su vez, a partir de la metáfora sobre el fuego, David Casassas tituló, organizó y dio comienzo a un libro fundamental para comprender el legado smithiano en el siglo XXI.