«No es extraño que los niños den lecciones de adultez a una sociedad histérica e infantilizada», escribe Sergio del Molino.
Cada mañana, al dejar a mi hijo de ocho años en la puerta del colegio, me quedo tiritando aunque no haga frío. Como el resto de padres, corro a mis obligaciones, aunque a mí, autónomo domiciliario desde hace mucho tiempo, no me espere ningún jefe ni nadie me vaya a abroncar por pasar la mañana paseando o por meterme otra vez en la cama hasta la hora de comer. Corro como los que tienen trabajos de verdad porque es lo que hacemos los adultos, fingir que algo importante nos fustiga, cosas de mayores, serias y responsables. Corro para camuflarme entre los padres y para que lo urgente disimule lo importante y nadie note que, tanto tiempo después del primer día, aún siento esa separación como un desgarro. Echo a mi hijo sin anestesia a un mundo que no veo y no controlo.Se pierde en los pasillos y me emociona su disciplina y aplomo. Entra con sus compañeros a un sucedáneo de colegio, con sus mascarillas y sus mírame pero no me toques, con recreos en días alternos y con una tristeza más parecida a la melancolía de lluvia tras los cristales del poema de Machado que a la jarana a la que estaba acostumbrado en otros cursos. Desde el primer día, todos han asimilado su nueva normalidad de mierda con un desenfado asombroso. Una niña se hizo viral al comienzo del curso al decir en un telediario que sí, que la mascarilla era una lata, pero es peor morirse.