Por la mañana me lavo las manos a conciencia. Así consigo olvidar los ojos arrancados por la policía en Chile, Francia o Irak. Antes de comer, me vuelvo a lavar las manos con un buen desinfectante para olvidar a los migrantes amontonados en Lesbos. Y, por la noche, me lavo nuevamente las manos para olvidar que, en Yemen, cada diez minutos, muere un niño a causa de los bombardeos y del hambre. Así puedo conciliar el sueño.
Permanecemos encerrados en el interior de una gran ficción con el objetivo de salvarnos la vida. Se llama movilización total y, paradójicamente, su forma extrema es el confinamiento. “La mayor contribución que podemos hacer es ésta: no se reúnan, no provoquen caos”, afirmaba un importante dirigente del Partido Comunista Chino. Y un mosso que vigilaba ayer Igualada añadía: “Recuerde que, si entra en la ciudad, ya no podrá volver a salir”, mientras le comentaba a un compañero: “el miedo consigue lo que no consigue nadie más”. Pero la gente muere, ¿verdad? Sí, claro. Sucede, sin embargo, que la naturalización actual de la muerte cancela el pensamiento crítico. Algunos ilusos hasta creen en ese nosotros invocado por el mismo poder que declara el estado de alarma: “Este virus lo pararemos juntos”. Pero solamente van a trabajar y se exponen en el metro aquellos que necesitan el dinero imperiosamente.Cada sociedad tiene sus propias enfermedades, y dichas enfermedades dicen la verdad acerca de esta sociedad. Se conoce demasiado bien la interrelación entre la agroindustria capitalista y la etiología de las epidemias recientes: el capitalismo desbocado produce el virus que él mismo reutiliza más tarde para controlarnos. Los efectos colaterales (despolitización, reestructuraciones, despidos, muertes, etc.) son esenciales para imponer un estado de excepción normalizado