“Los árboles, y he ahí otro descubrimiento, están vedados a los gordos. Soy un exflaco. Anótelo ahí. Y soy un gordo eventual, porque me lamerán los gusanos del polvo enamorado. Anótelo ahí también”
Estas entrevistas se prolongaron por más de un decenio: entre finales de 1965 y mediados de 1976, año en que el poeta sucumbe a la acción simultánea de una obesidad creciente y el quebranto milenario de sus pulmones. Algunas suertes, incluido el azar concurrente, me fueron llevando hacia José Lezama. ¿Cómo lo recuerdo? Muy gordo, por supuesto: una especie de hipopótamo lírico que rema siempre a bordo del sillón. Dueño incansable de aquel verbo delirante y barroco que finalmente se derramaba como café olvidado en la hornilla. En itinerarios de zunzún y vuelos de zigzag entre las diferentes ramas de la cultura. Armando y desarmando su calidoscopio de imágenes. Candoroso y gentil, flotando en la penumbra sobrecargada de una salita repleta del humo azul del mejor tabaco del mundo. Sobre el buró de caoba un gran tomo todavía tibio de Paradiso, que recién salía a la calle y andaba provocando crujidos en los cimientos. Yo poseía un ejemplar idéntico, pero para ocupar las manos arrastré hacia mí la novela y comencé a hojearla. Lezama, viendo el interés, pregunta si ya tengo la mía o hace falta que me la obsequie. “No, no, ya compré su novela y –aquí ¿inexplicablemente? intercalé una mentira– hasta la leí. (...)—¿La leyó? ¿Completa? ¿Hasta el capítulo XIV? Honor que me hace. Y ¿qué le ha parecido? Yo había logrado en realidad disciplinarme sobre los capítulos I y II. Luego, sin poder resistir, salté al VIII (en la página 264 de aquella edición de la colección contemporáneos de la Unión, febrero de 1966). Hasta ahí mi inquietante botín de lecturas. Había chocado sí con algunas amistades de los mundos de la prensa y la literatura que juraban no haberse dejado tentar por el diablo y leyeron cronológicamente Paradiso desde el instante en que la mano de Baldovina separa los tules, hasta el segundo en que Cemi corporiza a Oppiano Licario y vuelve a oír su voz modulada en otro registro. Pero de bien poco me servía aquello, aparte de ser experiencia ajena, porque unos se iban en elogios desmesurados e imprecisos o muy generales y otros confesaban no haber entendido absolutamente nada, ni por dónde le entraba el agua al pescado frito.