Yvan Sagnet y sus discípulos recalaron a Palermo. Arribaron en una pequeña embarcación, como los refugiados. Esta vez no estaba allí Matteo Salvini para impedir el desembarco. A cielo abierto los actores toman la palabra por la dignidad de 500.000 jornaleros del sur de Italia
Hay quien dice no: Teatro, la revolución de la dignidad y el abismo de los inmigrantes - Frontera Digital
“Cuando la injusticia se convierte en ley, la resistencia es un deber”
Bertolt Brecht
Empecé a escribir este reportaje cuando la otra vida, antes de que se impusiera esta de ahora, la de las mascarillas y la distancia social, antes del confinamiento, la fragilidad y la incertidumbre, antes de descubrir que lo peor no les toca siempre a los otros. De pronto llegó lo inesperado, la película de ciencia ficción de la que somos protagonistas. Durante meses los profesores hemos dado clase (o algo así), hecho exámenes y hasta dirigido tesis de licenciatura delante de esta pantalla. Nuestra normalidad dio paso a esto otro, pero el mundo no se ha detenido, aunque mientras nuestras puertas estuvieron cerradas pudo dar la impresión de que sí. Y después se volvió a hablar de todo aquello que formaba parte de la vida de antes, incluso en Italia, donde se cuenta sobre todo de lo que pasa aquí y solo de pasada lo que sucede en el resto del mundo.
Yo había empezado a escribir un artículo que sentía cercano a Los hermanos Karamázov, a ese gran inquisidor juez de un Cristo que regresa a la tierra. En Madrid, hace tiempo, tuve la suerte de ver la obra de teatro que, sobre el texto de Dostoievski, dirigió Peter Brook. Cuando el director de esta publicación me mandó un artículo de The New York Times que hablaba del evangelio de un Jesucristo negro en Matera (Basilicata), me acordé del espectáculo de Brook. Aquel Cristo no hablaba. Durante toda la función estaba sentado en un taburete. En la boca una sonrisa cuando el inquisidor le pregunta por qué ha vuelto a la tierra para perturbarnos. Le reprocha no haber entendido la naturaleza humana, la libertad es una carga demasiado pesada con la que los hombres no quieren cargar. A la libertad de elegir entre el bien y el mal, el hombre prefiere la paz, aunque sea la de la muerte, dice el implacable acusador. Solo al final se levanta Cristo de su asiento y como toda respuesta a las acusaciones del Gran Inquisidor le da un beso. Un beso que puede que sea la prueba de la existencia de Dios y también una muestra de ternura, comprensión, perdón, piedad, compasión…
La obra de Dostoievski-Brook habla de hombres que, ante el peso del libre albedrío, prefieren un cetro que les señale el camino y les libere de las tinieblas de la elección. Las sentencias del Gran Inquisidor desvelan que el hombre no sabe usar su autonomía. Está hablando de la falta de autocrítica, de dejar que otros elijan por nosotros, de eludir la propia responsabilidad. Iván Karamázov dice en el libro, “si Dios no existe, todo está permitido”. George Orwell ya nos previno de los peligros de no elegir. Ken Loach, más recientemente, nos cuenta un mundo donde el libre mercado se erige como tirano absoluto. Creadores distantes en el tiempo, cercanos en sus ideas.