La imagen es el espacio del deseo, sí, o de la magia, de la ilusión, pero también de la preparación anticipada del efecto catastrófico mediante el pensamiento. Quizás el trazado de una fuga, la elevación de un pozo de angustia, su perímetro oscuro
Como las almas suspendidas de que hablara Dante, por boca de Virgilio, en el Canto II de La divina comedia –almas en el limbo o infierno de los justos, suspensas entre el deseo de ver a Dios y la desesperanza de no alcanzar nunca a verlo–, así las imágenes. Especialmente las de Miguel Borrego. Emergen y desaparecen sus perfiles como en medio de un universo flotante, indeciso o incierto, y larval. Ámbito placentario donde la pérdida y el mundo, el olvido y lo posible, el rumor –anónimo– y la máscara, efectivamente, se disputan lo visible, lo concebible, lo real mismo. La pregunta que estos dibujos y acciones nos plantean es verdaderamente la más grave: ¿qué es aún, o de nuevo, posible? Las obras de Miguel Borrego buscan ciertamente, aquí, tocar un suelo seguro, alcanzar una superficie estable, suspensas como están en medio de una amenaza que se quiere mortal. Tratan de habitar, diríamos, el borde del mundo, del mundo sensible y, como decimos, una dimensión posible. Buscan o luchan por su rememoración. Su trabajo es platónico: la anamnesis, el retorno desde el país del olvido, tan semejante al de la muerte.Esto significa antes que nada tratar de anticipar los orígenes, pero también trazar y asumir los retornos y los relatos, y también, aún más, las desviaciones de lo no-familiar. Soportar incluso el fracaso de las explicaciones; decidir, en fin, sobre lo probable, lo imposible y lo excluido. Todo esto es algo que –creemos– también tiene que ver, como en el ancestral homo pictor de las cavernas, con rituales mágicos en medio de la angustia, la precariedad y la falta; pero, a la vez, con un ser que, como apuntara Hans Blumenberg en su ensayo sobre el mito, “juega a saltar por encima de su falta de seguridad mediante una proyección de imágenes”.
Los dibujos de Günter Grass se exhiben en Santa Cruz de la Palma, uno de los lugares en los que se refugiaba el escritor alemán