Alfred Kubin es uno de los grandes dibujantes e ilustradores de la historia. Su obra gráfica ha sido equiparada a las de Hoghart, Goya o Klinger. Miembro de una generación de artistas que se opuso a la banalización estética auspiciada por el Imperio austro-húngaro a fin de enmascarar su agonía, buscó sus asuntos al otro lado de la realidad, allí donde la conciencia carece de poder para imponer sus leyes […]
Kubin describió su arte como “psicografía”. En sus manos, el lápiz era un sismógrafo capaz de percibir cualquier variación del espíritu. El impulso que le llevaba a deslizarse en el agujero del alma y luego emerger desde allí portando cosas inquietantes para los ojos cotidianos respondía a una necesidad personal de clarificación patente también en su escritura, aunque en esta no hay rastro del ingrediente siniestro característico de sus dibujos. Kubin fue, en realidad, una persona centrada y lo bastante sólida mentalmente como para salir intacto de los diversos hundimientos de su inteligencia. La imagen de sujeto envuelto en un manto de terciopelo azul que bebe absenta de un cráneo de ratón es fruto de la fantasía de un periodista que sólo conocía sus obras. Gamberro y soñador, combatió los desarreglos nerviosos a que le llevaron varios episodios traumáticos de su infancia (entre ellos los abusos sexuales de que fue objeto por parte de una dama), con la lectura de los grandes filósofos –Kant, Schopenhauer, Nietzsche–; contrarrestó su tendencia al pesimismo entregándose a su pasión por el arte, y aprendió a matizar su carácter sombrío como cualquier hombre sensato: con la edad. “En la vejez –advirtió con prudente sabiduría– hemos de ser afables o callados”.
Dada la historia de degradación deliberada de la alta cultura, ¿cómo hemos de proceder? Tal vez, necesitamos volver a las técnicas estéticas, tan antiguas como irremplazables. En el caso de Celmins, el grafito, un venerable medio artístico, es fundamental en su logro como dibujante, como alguien que trabaja en estudios muy detallados sobre el agua, que son en sí mismos un repudio silencioso de la expresividad egotista.
Ahora que es octogenaria, se puede observar a Vija Celmins con una objetividad reservada a los grandes artistas al final de su carrera. Los dibujos de la artista se han convertido en ensayos con un detallado asombro fascinado, en especial las imágenes del mar. Celmins no es una artista decididamente conceptual, pero su obra invoca un interés en la percepción intelectual, logrado mediante una impresionante técnica tanto en grafito como en óleo. Sus pinturas –la de un calefactor, la de una pistola humeante, la de un camión y varios coches en una autopista de Los Ángeles– le confieren al objeto un estatus místico, en el que su quididad esencial adopta el aura de algo inspirado, gracias al cuidado del arte de Celmins. La destreza técnica, en el caso de Celmins, equivale a un afecto deliberado por el objeto que se describe, por muy superficial, chabacano o mundano que pueda ser. Este tipo de interés es cada vez más raro en el arte contemporáneo; preferimos una fugacidad excepcional, donde la experiencia de la obra prevalece sobre su cohesión visual. Pero la experiencia es notoriamente inestable como forma artística, y se entiende mejor como la consecuencia de implicarse en un acto a lo largo del tiempo, en vez de entenderse como objeto en sí mismo.
Todos dibujamos desde el mismo momento en que alguien pone un lápiz entre nuestras manos cuando somos niños. En mi caso la fascinación por conectar mi mente a ese lápiz desde entonces no ha parado. Represento fragmentos de lo que veo y siento. Soy una flâneuse que va siempre con su libreta y sus acuarelas por el mundo observando y coloreando lo que contempla