Ce toit tranquille,où marchent des colombes,Entre les pins palpite, entre les tombes;Midi le juste y compose de feuxLa mer, la mer, toujours recommencée!Ô récompense après une penséeQu’un long regard sur le calme des dieux! Paul Valéry, Le cimetière marin
Visitar un cementerio es una invitación a meditar sobre la muerte. Contemplar los sepulcros suele despertar en mí un profundo rechazo de la ilusión de inmortalidad del alma. La belleza desgarradora de algunos cementerios me reconcilia con la muerte y el cese que comporta de la oposición entre existencia y conciencia. El poema de Valéry que da título a este fragmento habla de un cementerio en la Costa Azul, el Cimetière de Saint Charles en Sète; la visita a otro cementerio marino, el Cimetière du Vieux-Château de Menton, en particular su sección rusa, inspira estas líneas. M. me trajo hasta aquí por varias razones, para empezar porque es un lugar bellísimo y quería que lo conociera; en segundo lugar, para que pudiéramos visitar La Fontana Rosa, la villa de Blasco Ibáñez en Menton, centro de operaciones de su exilio dorado o rosado en la Costa Azul, cuyo poso literario fue un libro titulado Historias de la Costa Azul. Pero, conociéndome bien, me trajo a Menton porque sabía muy bien que me iba a chiflar su cementerio. Fue una revelación absoluta. Nada más llegar, comenzamos a toparnos con lápidas con caracteres cirílicos. La colonia rusa de Menton empezó a configurarse en las décadas centrales del siglo XIX, cuando miembros de la aristocracia y de las clases altas rusas llegaron aquí atraídos por el clima paradisíaco de la zona para curar sus afecciones pulmonares, sobre todo tuberculosis, siguiendo el modelo de otras aristocracias europeas que acudían a la Costa Azul para pasar los inviernos.