Somos ciegos. En una región cualquiera de África, Medio Oriente o Asia desfilan ante nosotros cientos de códigos y avisos que no podemos ver. Cualquier analista, activista, trabajador humanitario o —sobre todo y por la parte que me toca— periodista debería tenerlo en mente cada vez que visite alguno de estos lugares: somos ciegos
Hay decenas de señales que hablan sobre la posición económica y social de cada persona que nos cruzamos en esos lugares predilectos para reporteros y demás curiosos. Los locales las distinguen como carteles de neón. Nosotros no vemos nada. Ni siquiera vemos quién es quién. Caminando por cualquier zona de África no se distingue una sola etnia. Son todos más o menos iguales. Ellos se diferencian perfectamente. Un kissi sabe quién es limba en Sierra Leona tan bien como un hausa sabe quién es yoruba en Nigeria o un tutsi quién es hutu en Ruanda. Y en esta distinción, ajena e invisible para el visitante que camina distraído por una calle o una aldea, se dirimen comportamientos y formas de relacionarse. Es imposible darse cuenta de que el tutsi le habla de forma maleducada al hutu en un restaurante. O que el luhya ha cambiado de idioma cuando habla con el akamba en Kenia porque se hablan decenas de idiomas. Cada etnia tiene el suyo e incluso dentro de las lenguas étnicas hay dialectos según los clanes. Porque esa es otra: las estructuras sociales de los países africanos —y también de los árabes— son complejos puzles que ni vemos a pesar de tenerlos delante.