Las islas canarias disfrutaron durante los siglos XVI y XVII de un desarrollo cultural sin precedentes. Al puerto de Amberes llegaban navíos procedentes del archipiélago que transportaban su oro: el azúcar. Y la economía se organizó alrededor de este producto. La proliferación de los ingenios fue pareja al asentamiento de las familias flamencas atraídas por este cultivo. Después sería la malvasía.
Así, comerciantes procedentes del norte de Europa establecieron redes familiares en el Archipiélago. Una élite isleña especialmente culta y refinada, que por un lado añoraba el arte de su tierra, y por otro intentaba mantener su prestigio social y cuidar el espiritual. Estos hacendados flamencos importaron obras artísticas procedentes de los talleres de Flandes para construir las primeras iglesias y grandes capillas de recintos eclesiásticos, también para sus oratorios privados. Gracias al mecenazgo artístico de estos señores del azúcar, se formó una clientela entre los habitantes de las islas que se sintió atraída por las manifestaciones artísticas de aquellos objetos piadosos como retablos, manufacturas, piezas de orfebrerías, misales, cantorales y bordados, esculturas y pinturas de gran belleza. La ruta de este floreciente comercio se movía al margen de la Península. Era una línea directa de Brujas, Amberes y Flandes que llegaba a Canarias, salvo excepciones, pues algunas obras, como El Cristo de La Laguna, se embarcaron desde Cádiz.