Música, Literatura y arquitectura en un solo latido: la ópera Motezuma de Vivaldi, el Concierto Barroco de Alejo Carpentier (inspirado en la ópera de Vivaldi) y L'Ospedate de la Pietá de Venecia...
Motezuma era conocida hasta hace poco solo por su libreto, que inspiró a Alejo Carpentier en la creación de su noveleta Concierto barroco. Pero en el 2002, el musicólogo alemán Steffen Voss hizo un espectacular hallazgo mientras buscaba obras perdidas de Handel en la Sing-Akademie: una copia de la partitura extraviada que misteriosamente fue a parar a Berlín.

A. Vivaldi: «Motezuma» RV 723 [Modo Antiquo - F.M. Sardelli]
by Dramma per musica on YouTube

L'Ospedate de la Pietá de Venecia.
Tanto parece haber gustado el Motezuma de Vivaldi -que traía a la escena un tema americano dos años antes de que Rameau escribiera Las Indias galantes, de ambiente fantasiosamente incaico- que el libretto de Alvise (otros lo llaman Girolamo) Giusti, habría de inspirar nuevas óperas basadas en episodios de la Conquista de México a dos célebres compositores italianos: el veneciano Baldassare Galuppi (1706-1785), y el florentino Antonio Sacchini (1730-1786).
Quiero dar las gracias al eminente musicólogo y ferviente vivaldiano Roland de Candé por haberme puesto sobre la pista del Motezuma del Preste Antonio.
En cuanto al gracioso ambiente del Ospedale della Pietà -con sus Catarina del cornetto, Pierina del violino, Lucieta della viola, etc. etc.- a él se han referido varios viajeros de la época y, muy especialmente, el delicioso Presidente De Brosses, libertino ejemplar y amigo de Vivaldi, en sus libertinas Cartas italianas.
Pero debo advertir que el edificio a que me refiero no era el que ahora puede verse -construido en 1745-, sino el anterior, situado en el mismo lugar de la Riva degli Schiavoni. Es interesante observar, sin embargo, que la actual iglesia della Pietà, fiel a su destino musical, conserva un singular aspecto de sala de conciertos, con sus ricos balcones interiores, semejantes a los de un teatro, y su gran palco de honor, al centro, reservado a oyentes distinguidos o melómanos de alta condición.
ALEJO CARPENTIER
Comienzo del Concierto Barroco, de Alejo Carpentier...abrid el concierto...
Salmo 81
De plata los delgados cuchillos, los finos tenedores; de plata los platos donde un
árbol de plata labrada en la concavidad de sus platas recogía el jugo de los asados; de
plata los platos fruteros, de tres bandejas redondas, coronadas por una granada de
plata; de plata los jarros de vino amartillados por los trabajadores de la plata; de plata
los platos pescaderos con su pargo de plata hinchado sobre un entrelazamiento de
algas; de plata los saleros, de plata los cascanueces, de plata los cubiletes, de plata las
cucharillas con adorno de iniciales... Y todo esto se iba llevando quedamente,
acompasadamente, cuidando de que la plata no topara con la plata, hacia las sordas
penumbras de cajas de madera, de huacales en espera, de cofres con fuertes cerrojos,
bajo la vigilancia del Amo que, de bata, sólo hacía sonar la plata, de cuando en
cuando, al orinar magistralmente, con chorro certero, abundoso y percutiente, en una
bacinilla de plata, cuyo fondo se ornaba de un malicioso ojo de plata, pronto cegado
por una espuma que de tanto reflejar la plata acababa por parecer plateada...—“Aquí lo
que se queda —decía el Amo—. Y acá lo que se va.” En lo que se iba, también alguna
plata —alguna vajilla menor, un juego de copas, y, desde luego, la bacinilla del ojo de
plata—, pero, más bien, camisas de seda, calzones de seda, medias de seda, sederías de
la China, porcelanas del Japón —las del desayuno que, vaya usted a saber, tomaríase, a
lo mejor, en gratísima compañía—, y mantones de Manila, viajados por los anchísimos
mares del Poniente. Francisquillo, de cara atada, cual lío de ropas, por un rebozo azul
que al carrillo izquierdo le pegaba una hoja de virtudes emolientes, pues el dolor de
muelas se lo tenía hinchado, remedando al Amo, y meando a compás del meado del
Amo, aunque no en bacinilla de plata sino en tibor de barro, también andaba del patio
a las arcadas, del zaguán a los salones, coreando, como en oficio de iglesia: “Aquí lo
que se queda... Acá lo que se va.” Y tan bien quedaron, a la puesta del sol, los platos y
platerías, las chinerías y japonerías, los mantones y las sedas, guardados donde mejor
pudieran dormir entre virutas o salir a larguísimo viaje, que el Amo, aún de bata y
gorro cuando le tocara ponerse ropas de mejor ver —pero ya hoy no se esperaban
visitas de despedida formal—, invitó al sirviente a compartir con él un jarro de vino, al
ver que todas las cajas, cofres, huacales y petacas quedaban cerrados. Después,
andando despacio, se dio a contemplar, embauladas las cosas, metidos los muebles en
sus fundas, los cuadros que quedaban colgados de las paredes y testeros. Aquí, un
retrato de la sobrina profesa, de hábito blanco y largo rosario, enjoyada, cubierta de
flores —aunque con mirada acaso demasiado ardiente— en el día de sus bodas con el
Señor. Enfrente, en negro marco cuadrado, un retrato del dueño de la casa, ejecutado
con tan magistral dibujo caligráfico que parecía que el artista lo hubiese logrado de un
solo trazo —enredado en sí mismo, cerrado en volutas, desenrollado luego para
enrollarse otra vez sin alzar una ancha pluma del lienzo. Pero el cuadro de las
grandezas estaba allá, en el salón de los bailes y recepciones, de los chocolates y atoles
de etiqueta, donde historiábase, por obra de un pintor europeo que de paso hubiese
estado en Coyoacán, el máximo acontecimiento de la historia del país. Allí, un
Montezuma entre romano y azteca, algo César tocado con plumas de quetzal, aparecía
sentado en un trono cuyo estilo era mixto de pontificio y michoacano, bajo un palio
levantado por dos partesanas, teniendo a su lado, de pie, un indeciso Cuauhtémoc con
cara de joven Telémaco que tuviese los ojos un poco almendrados. Delante de él,
Hernán Cortés con toca de terciopelo y espada al cinto —puesta la arrogante bota
sobre el primer peldaño del solio imperial—, estaba inmovilizado en dramática
estampa conquistadora. Detrás, Fray Bartolomé de Olmedo, de hábito mercedario,
blandía un crucifijo con gesto de pocos amigos, mientras Doña Marina, de sandalias y
huipil yucateco, abierta de brazos en mímica intercesora, parecía traducir al Señor de
Tenochtitlán lo que decía el Español. Todo en óleo muy embetunado, al gusto italiano
de muchos años atrás —ahora que allá el cielo de las cúpulas, con sus caídas de
Titanes, se abría sobre claridades de cielo verdadero y usaban los artistas de paletas
soleadas—, con puertas al fondo cuyas cortinas eran levantadas por cabezas de indios
curiosos, ávidos de colarse en el gran teatro de los acontecimientos, que parecían
sacados de alguna relación de viajes a los reinos de la Tartaria... Más allá, en un
pequeño salón que conducía a la butaca barbera, aparecían tres figuras debidas al
pincel de “Rosalba pittora”, artista veneciana muy famosa, cuyas obras pregonaban,
con colores difuminados, en grises, rosas, azules pálidos, verdes de agua marina, la
belleza de mujeres tanto más bellas por cuanto eran distantes. “Tres bellas venecianas”
se titulaba el pastel de la Rosalba, y pensaba el Amo que aquellas venecianas no le
resultaban ya tan distantes, puesto que muy pronto conocería las cortesanas —plata,
para ello, no le faltaba— que tanto hubiesen alabado, en sus escritos, algunos viajeros
ilustres, y que, muy pronto, se divertiría, él también, con aquel licencioso “juego de
astrolabios” al que muchos se entregaban allá, según le habían contado —juego
consistente en pasear por los canales angostos, oculto en una barca de toldo
discretamente entreabierto, para sorprender el descuido de las guapas hembras que,
sabiéndose observadas, aunque fingiendo la mayor inocencia, al ajustarse un ladeado
escote mostraban, a veces, fugazmente pero no tan fugazmente como para que no se
contemplara a gusto, la sonrosada poma de un pecho... Volvió el Amo al Gran Salón,
leyendo de paso, mientras apuraba otra copa de vino, el dístico de Horacio que sobre el
dintel de una de las puertas había hecho grabar con irónica intención hacia los viejos
tenderos amigos —sin olvidar al notario, el inspector de pesas y medidas, y el cura
traductor de Lactancio—, que, a falta de gente de mayores méritos y condición, recibía
para jugar a los naipes y descorchar botellas recién llegadas de Europa: