París, 1937. Fotos en blanco y negro. El pabellón de España en la Exposición Internacional, un edificio de líneas rectas, moderno y limpio, y frente a una esquina de la fachada la esbelta escultura de Alberto Sánchez (Toledo, 1895-Moscú, 1962), El pueblo español tiene un camino que le conduce a una estrella; sobre una basa redonda, rueda de molino.
Pienso cómo debía de ser estar ahí en 1937, a menos de mil kilómetros de la frontera, tras la que sonaban los cañones. Dentro del pabellón, aparte de obras de Julio González, de Miró o de Renau, lo emblemático era el Guernica: la tragedia, el dolor, el gesto hiperbólico ocupando el centro de la atención. Fuera, estaba El pueblo de Alberto, tan distinto, tan abierto al tiempo. Como hoy en el Museo Reina Sofía: dentro, el Guernica, el mito, los focos; fuera, El pueblo de Alberto, su lectura del aire, del aire y de la tierra, renovada.Altísima y vertical, con sus suaves ondulaciones, sube la pieza de cemento monocromo, hasta la estrella roja de bronce que se posa en su cúspide; en un saliente cerca de la cumbre, se posa un pájaro. La textura del tronco está recorrida por prolongadas líneas paralelas y hoyos circulares, formas o cicatrices de vida.La tensión que de inmediato se siente entre la pieza y el título marca el relieve de la abstracción como núcleo del pensamiento formal de Alberto. Y no deja de ser significativa, pese a ello, en ese marco, la cantidad de descripciones, de interpretaciones descriptivas, que se han hecho, numerosas y sugerentes, precisas. «Es una abstracción femenina recubierta de un sinfín de relieves estriados a modo de los surcos labrados de la tierra castellana». «Las leves ondulaciones recuerdan las del pan amasado». «Este gran cactus antropomórfico surcado en su superficie a la manera de la tierra arada». «Icono totémico representativo de las utopías sociales de entreguerras». «Es un camino levantado hasta tocar el cielo».