Vandana Shiva defiende en este artículo la “comida real” frente a la “comida de laboratorio”. La autora ecofeminista desmonta el mito de que producir comida en los laboratorios salvará a la humanidad del hambre y del cambio climático.
Hace poco leí una columna en The Guardian de George Monbiot y su visión distópica del futuro me dejó impresionada. En él, nadie trabajaba los campos y la gente se alimentaba de comida “falsa” producida por grandes fábricas a partir de microbios.Monbiot terminaba su artículo diciendo que esta comida sintética nos permitirá devolver los espacios ocupados por cultivos, tanto terrestres como marinos, a su estado natural, favoreciendo la vida silvestre y reduciendo las emisiones de carbono. Según sus palabras “esta forma de alimentación nos devuelve la esperanza. Pronto seremos capaces de alimentar al mundo sin devorarlo”.
¿Qué pasaría si las administraciones apoyaran al campesinado como apoyan a la banca, a la cultura de masas o a la agricultura industrial?
Muchas de nosotras hemos escuchado de primera mano que con un trozo de tierra o unos cuantos animales se mantuvo a la familia e incluso se consiguió pagar los estudios a la descendencia. Sin entrar en el debate de lo dura y sacrificada que, desde nuestros referentes actuales, pudo o no ser esa vida, hoy en día cuesta mucho encontrar quien pueda vivir de su propio proyecto agrario o ganadero. Muchas conocemos a quienes lo intentan, a costa de incertidumbre, precariedad y autoexplotación, con el impulso que proporciona estar desarrollando mucho más que un trabajo. Con el impulso de la transformación social, de la vocación o de los vínculos afectivos.¿Tiene un trabajo que contener todo esto? Dejamos también este debate aparte para ir a lo sencillo: un trabajo debe estar remunerado de forma digna. El sector agroalimentario, como tantos otros, está controlado cada vez por menos empresas que precarizan las condiciones laborales y de vida y generan enormes impactos ambientales, sociales y económicos para poder competir en el mercado. Alimentos baratos para rentas menguantes.
El Parque Agrario de Baix Llobregat, uno de los últimos oasis verdes cercanos a Barcelona, resiste el enjambre de autovías y la proliferación de polígonos industriales
Cerca de Barcelona, a pocos kilómetros de un aeropuerto que recibe millones de personas a la semana, en la ribera del río Llobregat, crece la vegetación espontánea y terca, sin asustarse por las capas de cemento que han conquistado la línea del horizonte. Cañizos, juncos y prados húmedos se abren paso. Al río, vía de comunicación y comercio de primer orden durante la época romana, lo llamaban Rubricatus (río rojo), por el color rojizo que teñía sus aguas. Ahora su tono es más bien marrón y se ven densas algunos días del año, aquellos en los que los baixllobregatins prefieren mirar hacia otra parte para no ver cómo su río arrastra residuos de los polígonos aledaños. Sin embargo, esa es el agua que riega los cultivos de las parcelas del Parque Agrario del Baix Llobregat, un ejemplo de agricultura periurbana que se resiste a ser engullida por la voracidad turística de Barcelona. La buena calidad del suelo y la proximidad a la capital hizo que los productos procedentes de la agricultura del delta fuesen los principales proveedores de la ciudad hasta principios del siglo XX. Estos productos hortofrutícolas llegaron a venderse incluso en mercados europeos. Los campos del Parque Agrario en el área metropolitana de Barcelona son un oasis en medio del ritmo frenético y las prisas. La dimensión urbana de la capital catalana y su ruido desaparecen aquí y, como un espejismo, se aprecia un delicado equilibrio entre ciudad y campo. Y es en ese campo, en esas parcelas, donde un escuadrón de payeses, algunos jóvenes y otros con la jubilación en los talones, resisten y continúan trabajando en un negocio a la baja: la agricultura. A un lado, tomateras, lechugas, cebollas, calçots, habas y frutales; al otro, las vías del AVE, un puñado de rascacielos que anuncia la entrada a Barcelona y la metrópoli en sí misma, imponente.
Acabar con la agricultura se traduce en vulnerabilidad. La dependencia de alimentos del exterior en España es notable y la población dedicada al cultivo está por debajo del 5%
La primera referencia que tengo respecto a la agricultura de Corea del Sur me sitúa en la cumbre de la Organización Mundial del Comercio (OMC), en Cancún, en el año 2003. Acompañando las luchas de La Vía Campesina contra esta reunión y sus propuestas neoliberales para la agricultura, tuve la oportunidad de atender como las campesinas y campesinos surcoreanos explicaban las repercusiones que les generó la entrada de su país en la OMC y que esperaban atenuar. “Con una hectárea de arroz”, recuerdo que decían, “teníamos suficiente para garantizar nuestro sustento, cubrir todas las necesidades y mandar a los hijos a la Universidad. Pero ahora ya no, con la entrada de arroz barato de los EE.UU., cada vez es más difícil sobrevivir”. Desde entonces, el milagro tecnológico e industrial de Corea del Sur, verdadera potencia en estos campos, ha seguido en paralelo con el retroceso de su agricultura. Mrs. Yoon, campesina de la Asociación de Mujeres Campesinas de Corea (KWPA) lo explica muy bien en una entrevista concedida a Ana Galvis para la organización FoodFirst. “Algunos hablan de que la agricultura en Corea del Sur no está en crisis, simplemente ya desapareció. Solo tenemos un 23% de autosuficiencia alimentaria y solo el 5% de la población se dedica a la agricultura. La poca agricultura que hay es principalmente convencional llena de pesticidas y plaguicidas. El modelo económico hace que se fabriquen coches y aparatos electrónicos que se exportan y luego se importa alimento barato de otros países”.