Que hablar de felicidad sea lo mismo que hablar de ética o de una vida buena tal vez sorprenda de entrada. Más aún cuando la vida buena la entendemos vinculada a normas, deberes, obligaciones y modos de vida poco atractivos, lo opuesto a la acepción más intuitiva de la vida feliz. No obstante, siempre que me he referido públicamente a la dificultad de motivar a las personas en función de unos valores éticos y no de valores meramente instrumentales como el dinero, me he encontrado con réplicas de quienes aducen que la buena práctica, en el terreno que sea, lleva en sí misma su propia gratificación. No hacen falta muchas razones para mostrar que la vida buena tiene más valor que la buena vida, aunque la segunda sea una opción más apetecible que la primera. La satisfacción de haber actuado bien y en beneficio no solo de uno mismo es para muchos razón suficiente para promover un modo de vida más orientado por fines éticos que por intereses privados y parciales. El ser humano no es solo egoísta, necesita a los demás y le gusta la convivencia pacífica. No hay atisbo de felicidad posible si uno se empeña en cerrar los ojos a esa verdad autoevidente.